martes, 3 de abril de 2018

Tengo miedo que haya un día sin mañana

   Como caminar con un globo en la mano y los ojos vendados por un laverinto de cactus. Como intentar correr llevando copas de cristal con las manos llenas de jabón. Como querer arreglar un reloj delicado siendo mecánico de autos. Así de frágil te siento. Así de torpe me considero. Es tan difícil que todos los días hago un esfuerzo enorme, porque realmente sé que vale la pena reducir mis torpezas al menor porcentaje posible. Porque si me dejara ser la mayoría de las veces terminaría sintiéndome fatal. Ah no, pará.. eso pasa a cada rato.
    Es como si fuera una carrera en la que te estás manteniendo enfocado, totalmente concentrado, y la cosa más tonta te hace tropezar. Un par te cordones desatados, una rama, una piedrita insignificante que tiró abajo no sólo tu cuerpo, sino todo ese esfuerzo. Todo a la basura, la carrera ya la perdiste y todo lo anterior se siente... en vano.
   Me esfuerzo porque normalmente no me doy cuenta de las cosas más obvias, porque muchas (por no decir todas) las veces necesito que me digan qué está pasando. Qué está mal. Que se siente pesado. Que estoy haciendo para cagarla. Porque la cago, eso no tiene discusión pero nunca es con verdadera intención. Vivo tan al revés. Voy siempre tan a la contraria que supongo que muchas veces no sé como funcionan los demás. Y cuando algo sale mal, intento comprender, ponerme en otros zapatos. Y termino cagandola peor. Debería cerrar la boca.
   ¿Vieron que siempre estoy, permanezco, termino sola? Es triste darme cuenta que quizá sea porque no sé funcionar con alguien más. Es tal vez simplemente que me acostumbré tanto a ser solo yo que incluir a un otro puede traer daños colaterales. Daños que no quiero causar. Daños que causa todo ese tiempo que no tuve que pensar en nadie más que en mí. Es que a eso te lleva un corazón roto muchas veces: pensar solo en vos.
   Pasé por tanto yo sola. Solita, conmigo y mi corazón, que aprendí a arreglarmelas así. Aprendí a no depender de nadie más, a poder con todo sin quejarme, sin echar culpas. Y eso no está mal, creo. Pero la peor consecuencia es que al día de hoy sólo soy capaz de pensar en mí. En mí dolor, mís angustias, mís problemas. Me cuesta tanto pero tanto incluir a alguien más. Darme cuenta que casi siempre sólo está queriendo ayudarme, que aunque pueda sola quizá sea mejor aceptar la mano que se me ofrece para levantarme.
   Me cuesta medir las consecuencias de mis acciones, porque estando sola lo que sea que hagas no tiene onda expansiva que dañe, porque no hay nadie cerca a quién dañar.
    Me cuesta aceptar que alguien depende de mí. Que dependo de alguien.
    Me cuesta dejarme querer.
    Me cuesta creer que ya no tengo que estar sola nunca más. Que la pesadilla terminó.
    Me cuesta aceptar que puede que el sueño por fín comenzó.
    Que ya no hay que pasar por nada más solas.

  Ya no se trata de sobrevivir, sino de dejarse llevar y ser feliz.

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