Ayer cuando ya era más hora de volver a casa que de seguir inyectándome dosis de alcohol en la sangre, lloré. Lloré como nunca (o como siempre). Como nunca porque no me contuve ni por medio segundo. El llanto salió de mi como un mar desbordado y siguió su curso para luego desaparecer. Y como siempre, porque ya ni siquiera sé desde hace cuanto esta es mi rutina: llorarlo.
Ayer le di una piña a la pared, y todavía me duele un poco la mano. Porque al igual que el llanto descarga la angustia, la ira descarga el enojo. El enojo irremediable que tengo contra el mundo por haberme arrebatado de las manos el amor más puro que nunca sentí.
"Es la primera vez que me enamoro de alguien que me trata bien" grité en la vereda, en el medio del llanto y abrazada a alguien que realmente agradezco sepa por experiencia propia lo que siento. "Estamos en la misma" me dijo seguido de recordarme que era yo la que le daba fuerzas a todo el mundo para enfrentar esta mierda que nos tocó. Yo. Fuerzas. A todos. ¿Como hago? "Sos la persona más fuerte que conozco" volvió a decirme, y el llanto cesó. La calma se impuso.
Ayer otra vez hizo papelones en el boliche de moda solo para poder olvidarme por un rato que estoy inmensamente triste la mayoría del tiempo. Y también soy muy feliz. Y la contradicción es tan dolorosa. La tristeza viene por mí porque extraño a el chico anterior al accidente. La felicidad es porqué ver sonreir al que sobrevivió a ese terrible golpe es la mejor sensación que sentí nunca. ¿Como hago? Para soltar todo lo viejo, y abrazarme a lo nuevo. ¿Como hago para seguir esperando que vuelva? Y sin embargo espero. Porque no hacerlo duele más que si hacerlo.
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